Todo aquello que forma parte de nuestra tradición de Día de Muertos deriva de la época virreinal: Gisela Von Wobeser

Cultura

La muerte se ha representado de muy diversas maneras a lo largo de la historia mexicana, sobre todo con la mirada del arte, en una especie de mestizaje que recoge algunos elementos prehispánicos, pero que termina por construirse, y consolidarse, durante el virreinato, se coincidió en la mesa redonda La muerte y el arte mexicano, coordinada por Javier Garciadiego, integrante de El Colegio Nacional, y que formó parte del primer Encuentro Libertad por el Saber. Pensar la muerte, realizado originalmente en 2016, recomendación en línea del 3 de noviembre.

La primera en tomar la palabra en aquella sesión, realizada en 2016, fue Gisela von Wobeser, investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, quien recordó que todo aquello que forma parte de nuestra tradición de día de Muertos deriva de la época virreinal.

“Esos tres siglos, del XVI al XVIII, durante los cuales México perteneció al imperio español, fue cuando se definieron los principales elementos de representación del final de la vida: era algo que estaba muy presente en la sociedad que era muy religiosa, muy católica, aunque el catolicismo se vivía de una manera muy distinta con respecto a lo que practicamos hoy día”, señaló en ese entonces la especialista en historia colonial.

Durante la sesión, transmitida la noche de este martes 3 de noviembre como parte de las recomendaciones en línea de El Colegio Nacional, describió un fragmento de una obra de Cristóbal de Villalpando, donde se representa a figuras consideradas como los tres peligros para el alma: la muerte era considerada un peligro del alma, junto a la vanidad y, a su vez, todos los vicios en los que se creía podían incurrir las personas, por los cuales peligraba su alma, y del otro lado al demonio en forma de serpiente, todos encadenados uno con el otro.

“Se creía que la vida era completamente pasajera, un paso hacia el más allá. Había una hiper conciencia sobre esta inmediatez de la vida y el peligro de la muerte que acechaba a las personas todo el tiempo.”

La investigadora y catedrática de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Dolores Bravo Arriaga, dedicó su disertación a una figura que la ha acompañado a lo largo de cuando menos medio siglo, Sor Juana Inés de la Cruz, a quien definió como la “representante por antonomasia de la cultura barroca en la Nueva España.”

“En el barroco hay una concepción muy importante, la del desengaño: la vida terrenal, lo que vemos, los sentido, que son apariencia, todo es engañoso: hay que vivir la vida en función de la vida trascendente, que eso como católica convencida lo cree Sor Juana. El desengaño es un tema que va a llenar a toda la literatura y el arte barroco.”

La misma idea que aparece en los cuadros de que todo es pasajero tenemos que verlo en dimensión de nuestra existencia posterior. El desengaño lo va a manejar Sor Juana como casi todos los escritores barrocos, al grado de que tiene varios escritos sobre la muerte y sobre el tiempo.

“Sor Juana está en la corte de los virreyes, es muy brillante, escribe unas pequeñas obras teatrales que se llaman loas, escritas en ocasión de los cumpleaños y Sor Juana tiene una concepción profunda y original de lo que es un cumpleaños con relación a la vida terrenal: es un triunfo del tiempo, porque vivimos un año más; pero, por otro lado, patéticamente nos acerca a la muerte.”

Otra de las concepciones de Sor Juana en su literatura es que la muerte iguala a todos, es una de las constantes que tiene en su poema “El sueño”: al pastor con su humilde vestimenta y al Papa, “pensemos que Sor Juana tuvo mucho contacto con las frases modestas de su tiempo: habla náhuatl desde pequeña, defiende a los indígenas de su tiempo.”

“En un momento dado nos dice que cada momento de nuestra vida es un robo pequeño a la misma: en cada respiración se nos va la vida, porque no hay robo pequeño; es tan acertado que cuando muere alguien decimos ‘fue su último aliento’. A ello habría que sumar otra de sus obsesiones: la vida es pasajera, todo mundo tiene que ser absolutamente volátil y nos damos cuenta de que le duele más la muerte de los demás que la propia”, en palabras de Bravo Arriaga.

Tiempos más cercanos

“El día de muertos en el siglo XIX” fue el tema abordado por la historiadora Carmen Vázquez Mantecón, quien ofreció una perspectiva sobre la tradición de Día de Muertos desde una perspectiva mucho más popular, donde se engloba un festejo y una conmemoración que, si bien tiene sus orígenes prehispánicos, también una fuerte herencia a partir de la época colonial, con vestigios históricos desde 1750.

“Para los mexicanos eran dos días alegres, bulliciosos, desordenados, con mucho gasto de dinero, con comidas esenciales, hay mucha diversión en todos los sectores de la sociedad y ambos días comparten intenciones y costumbres. Aquí quisiera que atendiéramos a eso, porque se ha dicho que los mexicanos menospreciamos a la muerte, y lo que encuentro son actitudes especiales, peculiares, pero lo que menos encuentro es menosprecio.”

De 1750, la investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas registró una pasta hecha con azúcar y amasada con aceite de almendra, las primeras figuras eran de deditos o cráneos, como remedando las reliquias de los santos, si bien se trata de una tradición de todos los mexicanos pobres, que nutrían símbolos y emblemas, con una gran cantidad de pequeños recuerdos.

“En el siglo XVIII, surgieron dulces, pero para regalar, a lo que le llamaban ofrenda, diferentes a lo que indígenas y mestizos ponen en sus casas. En esos hogares le llamaban la pira con frutas, velas, recuerdos, alimentos, ya con influencia de los sectores populares; incluso, hay un préstamo de tradiciones de las comunidades indígenas hacia los otros grupos sociales.”

Es una tradición que encontramos con voltear hacia la iconografía: los puestos con la venta de los vestigios mortuorios, donde está el monumento mortuorio, las piras, las carrozas funerarias, el pan de muerto, “que encuentro registrado desde los primeros decenios del siglo XIX”, narró Carmen Vázquez Mantecón.

Dentro de lo popular, sin duda una figura que nutre el imaginario colectivo por estas fechas es la imagen de José Guadalupe Posada, el artista mexicano que sigue alimentando el imaginario colectivo de manera tan intensa, aun cuando no contemos con un estudio puntual y que dé seguimiento a su creación y al resto de su obra, “tenemos un panorama muy deshilvanado, sus imágenes se insertan en un entramado cultural y requeriría la mirada de muchos especialistas para entenderlas mejor.”, señaló en ese momento Helia Emma Bonilla, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).

“Ya se ha ido desmontando el doble mito que lo mira como un artista revolucionario, casi heroico, enfrentado a un régimen opresor: hoy sabemos que la imagen de Posada es una ficción; es un personaje con muchas ambigüedades políticas.”

“La otra parte del mito tiene que ver con la muerte y cómo para artistas como Diego Rivera, la muerte en Posada era como el culmen de una tradición mexicana, que se alejaba de todo colonialismo cultural, que se enraizaba en tradiciones prehispánicas.”

De acuerdo con la historiadora de arte, el tema de la muerte se puede revisar en muchos aspectos de su obra, como por ejemplo una esquela fúnebre que hace Posada muy tempranamente; muchas de las noticias de muertes o de crímenes, abundan en su obra, piezas en las que Posada recurrió a modelos europeos en todos los ámbitos.

Un artista que trabajó lo mismo en revistas literarias y de entretenimiento, dedicadas a las clases medias y acomodadas, que en la ilustración de unos textos conocidos como “ejemplos”, que eran historias edificantes, con un fondo moral, que señalan pautas de conducta y valores deseables y no deseables, y por razones misteriosas se va a trabajar a las ediciones populares de Antonio Vanegas Arroyo, donde se va a manifestar en la literatura popular, la parte más conocida de José Guadalupe Posada.

El investigador de El Colegio de México, Rafael Olea Franco, fue el encargado de cerrar la mesa redonda “La muerte y el arte mexicano”, con una reflexión sobre la presencia de la muerte en la literatura de la Revolución mexicana, “aunque hablar de ese tema fuera casi una tautología: una repetición, pues muerte y revolución son sinónimos.”

“No hay ninguna obra literaria de este ciclo que no represente ficcionalmente la muerte”, enfatizó al especialista antes de hablar sobre obras emblemáticas de ese tiempo, como Los de abajo, de Mariano Azuela; el relato contenido por el volumen El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán: “La fiesta de las balas”, cuya fama se sostiene en una imagen: la ejecución de Fierro y de cerca de 300 prisioneros orozquistas.

“¿Cómo hablar de la muerte en la literatura de la Revolución mexicana sin mencionar siquiera a Nellie Campobello, insuficientemente reconocida? En su serie de relatos, Cartucho (1931), ella encontró un modo de escritura irrepetible basado en el hecho autobiográfico de que, como dice en el prólogo, ‘los fusilados fueron sus juguetes de la infancia’; su estilo presagia el de Rulfo: oraciones breves y yuxtapuestas, en donde se mezclan elementales frases directas con otras muy poéticas.”

Vámonos con Pancho Villa, la novela de Rafael F. Muñoz, pero también la película de Fernando de Fuentes, fueron abordados por Rafael Olea Franco, para recordar que en El luto humano, de José Revueltas, encontró las mejores palabras para definir lo que fue la revolución.

“Pocas veces puede encontrarse dentro o fuera de la literatura una serie de adjetivos tan precisos, opuestos, pero complementarios, para aludir a la revolución: ‘salvaje, justa, querida, tenebrosa, alta, noble y siniestra’. Amplia gama que cubre todo lo que significó el movimiento armado, con sus virtudes, contradicciones y paradojas y, sobre todo, con sus muertes.”

La mesa redonda La muerte y el arte mexicano, se encuentra disponible en el Canal de YouTube: elcolegionacionalmx.