SIDI

Cultura

Arturo Pérez-Reverte
«El arte del mando era tratar con la naturaleza humana, y él había dedicado su vida a aprenderlo. Colgó la espada del arzón, palmeó el cuello cálido del animal y echó un vistazo alrededor: sonidos metálicos, resollar de monturas, conversaciones en voz baja. Aquellos hombres olían a estiércol de caballo, cuero, aceite de armas, sudor y humo de leña.
Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa. Resignados ante el azar, fatalistas sobre la vida y la muerte, obedecían de modo natural sin que la imaginación les jugara malas pasadas. Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte por ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez.
No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro.»
La Península Ibérica del siglo XI se vertebraba en reinos que guerreaban unos con otros; a veces los cristianos se enfrentaban a los musulmanes o moros, pero otras las luchas eran entre cristianos. Era éste un mundo turbulento en el que la palabra España no existía y Reconquista era un término por forjar en el mismo crisol donde se fundían el acero de espadas y alfanjes.
Las alianzas cambiantes iban tejiendo un ta­piz donde se anudaban las vidas de personajes malditos y héroes de leyenda. Había hombres, sin embargo, que encarnaban ambas cosas, depen­diendo del lugar desde donde se contara la histo­ria. Uno de ellos fue Rodrigo Díaz de Vivar, un gue­rrero duro y hábil conocido como el Cid Campea­dor. Ganar ese sobrenombre temido y respetado a ambos lados de la frontera le costó odios, traicio­nes, muertes y renuncias. Y lo hizo inmortal.
Arturo Pérez Reverte ha recreado en Sidi la precuela del héroe: los primeros meses de exilio, cuando aquel infanzón orgulloso y seguro de sí, diplomático, valiente y desconocido forjó su pro­pia leyenda.
«Yo nací de mí», diría seis siglos después Lope de Vega. Una frase que podría aplicarse a Sidi; en realidad, a todos los héroes creados por el genio inconfundible de este escritor.

SIDI, Un relato de frontera

Un relato de frontera es la frase que completa el título de esta novela. Uno y otra avisan al lector de lo que va a encontrar al franquear la magnífi­ca portada de Augusto Ferrer-Dalmau: una visión nueva y personal dentro de la iconografía cidiana.
Sidi, el título elegido por el autor, no es casual: subraya el mestizaje del personaje como encar­nación de esa España donde él y su mesnada (hombres duros en un territorio duro) luchaban por sus vidas.
En cuanto a la manera de contar un hecho his­tórico, lo definió el propio autor hace doce años en Un día de cólera: «Este relato no es ficción ni libro de Historia». Esta definición está vigente en Sidi, novela que constituye un doble concepto fron­terizo: cercana al género del western americano, de estilo picado, directo y sensorial, también se mueve en la línea difusa entre realidad y ficción que vertebra todo relato histórico revertiano. Sidi es una argamasa narrativa contundente que une con eficacia las piezas históricas documentadas con el rigor y la minuciosidad que caracterizan a su autor.
«La cabalgada», «La ciudad», «La batalla» y «La espada» constituyen las cuatro partes en las que se divide esta novela compacta, donde la fie­reza de un puñado de hombres, contada con un lenguaje mesurado en su anacronismo y escogi­do por su eficacia, consigue que el lector se man­tenga suspendido en el relato, magnetizado por los hechos, hasta el final del mismo.
«La cabalgada» se centra en la presentación de Rodrigo Díaz y su hueste: mercenarios dirigi­dos por un infanzón, contratados todos por los burgueses de Agorbe para perseguir a una aceifa de moros que arrasa el campo entre el rio Gua­damiel y la sierra del Judío. Esta extensa tierra de nadie entre la Castilla cristiana y los reinos musul­manes es el paisaje que funciona como un perso­naje más del relato.
El lector asiste en esta parte a la espera; la in­certidumbre; la camaradería forjada más en los silencios que en las palabras; la tensión de un enemigo que no se materializa pero que se per­cibe; la soledad como compañera inevitable de un líder conocedor de las traiciones y los afectos, que añora el calor de su familia, planea tácticas, asume posibles fracasos y se mantiene impasible ante la victoria.
Y la frontera como glacis inabarcable por el que se mueven unos personajes apenas descri­tos pero reconocibles por sus gestos, actitudes, y miradas con una elocuencia que arrastra inevita­blemente al lector hacia la nube desordenada de polvo bajo el infierno de sudor y metal de la cota de malla; lo ciega con el brillo de las armaduras; lo ensordece con el relincho aterrado de los caba­llos, y lo dispone a seguir leyendo a pesar de sen­tir el latido de la sangre brotar del tajo de carne abierta por una hoja certera.
En «La ciudad», el autor modula la acción e invita al lector a recorrer la vida urbana de una urbe medieval española, las intrigas palaciegas y el complejo entramado de filamentos cortantes que el héroe ha de tejer para poder conservar el título de Campidoctor fuera del campo de bata­lla, logrando el respeto del aliado sin traicionar las propias reglas. O al menos sin traicionarlas del todo al mantener el equilibrio dificilísimo y casi homérico entre osadía tramposa, orgullo y valen­tía, lo que en esta parte de la novela también se hace extensible al sexo.
Al otro lado de los reinos cristianos, la vida re­finada y culta de Zaragoza, taifa musulmana, y la relación singular y respetuosa entre su poderoso rey Mutamán Benhud y Sidi, contrasta con la ac­titud del conde Berenguer Remont y su corte de caballeros francos. Piezas todos ellos sobre los escaques grises de un juego lúcido de ajedrez.
«La batalla» es el corazón de la novela: un rebato nocturno, la batalla de Monzón y la pre­sión del rey moro para el enfrentamiento con su hermano Mundir, rey de Lérida, dejan sin aliento al lector. Todo ello está contado con un torrente léxico contenido y perfecto, puesto al servicio de la acción total. Cristianos y moros combatiendo juntos bajo un mismo juramento de lealtad al rey de Zaragoza; hombres procedentes de dos mun­dos separados por fronteras, lenguas y religiones que la batalla convierte, por un tiempo, en una hermandad de sangre.
«La espada» cierra el relato con una vengan­za y una merecida y mítica recompensa. El lec­tor, al terminar esta historia sobre un puñado de hombres valientes, comprende por qué el Cid es una leyenda.