Sergio Vargas cautivó a los asistentes al Palacio de Bellas Artes con su elegancia y naturalidad para interpretar a Mozart

Cultura

Prodigio y niño genio fueron dos de los calificativos expresados por algunas de las personas que acudieron la noche del viernes 10 de mayo a la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes para atestiguar la actuación del joven pianista Sergio Vargas Escoruela, al lado de la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN).

Antes del concierto, para muchos inolvidable, el director huésped, el español Andrés Salado, aseveró que Vargas Escoruela, de 13 años de edad, es un prodigio a quien se le debe seguir la huella.

Y no exageraba, ya que, a pesar de su timidez inicial, el joven nacido en torreón al sentarse frente al piano cambió por completo su semblante, tal vez por sentirse dominado por aquella locura divina de la que hablaba Platón: los bienes mayores se nos originan por locura, otorgada ciertamente por don divino.

Para darle mayor brillo a su actuación, el joven alumno de Mariana Chabukiani eligió tocar el Concierto para piano núm. 9 en mi bemol mayor de Wolfgang Amadeus Mozart, que, en sus manos, alcanzó verdaderos resplandores apolíneos.

Prodigio doble la de esa noche en la que se festejaba a las mamás en su día: escuchar a Mozart, un bálsamo en medio del ruido musical del momento, y deleitarse con la versión del joven pianista mexicano.

La naturalidad y elegancia con la que salían las notas de las manos del intérprete adolescente prometían más que un prodigio, como si se descubriera por primera vez el encanto de la música de Mozart.

Al final de su ejecución, Vargas, ya quitado de la pena, salió nuevamente al escenario para recibir aplausos y tocar un fragmento de las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach. La chispa inició de inmediato. La dificultad de esta pieza cobró aires virtuosos en las manos del niño pianista.

La OSN inició el decimoprimer programa de su temporada 2019 con Ionización de Edgar Varèse, compuesto para 13 percusionistas y 37 diferentes tipos de percusiones. Es una obra transgresora que fue estrenada en 1929, en plena crisis económica en Estados Unidos.

Para cerrar la noche, la agrupación del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura interpretó la Sinfonía núm. 7 en la mayor de Ludwig van Beethoven, una obra que, a decir del director huésped, invita a brincar de alegría. Poco faltó para lograr este cometido.