Presentarán la novela La gringa del pastor de Miguel Esteva Wurtz

Cultura

Este jueves presentarán la novela La gringa del pastor de Miguel Esteva Wurtz, creador del género Chilango noir. La cita es a las 19 hrs desde la página oficial de Bonilla Artigas en Facebook (@BonillaArtigas y @LibreríaBonillaMX). En la mesa participarán María del Valle, Amaya Ontañón y el autor.

FRAGMENTO DE…

La Gringa del Pastor

El ahogado en Viveros

La botella de plástico azul-aqua se atasca entre las piernas del cadáver. Las piernas flotan abiertas, con rigor mortis de varios días, atascadas entre las raíces de un fresno que crece pegado al agua. Como tomándose una siesta a media tarde, la cabeza del cuerpo ahogado parece interesada en el encabezado de la sección deportiva del Excélsior: “Estadio Azteca pletórico, partido mediocre”. El resto del cuerpo permanece hundido, cubierto bajo una espesa nata de lama. Nada deja ver el blanco-verduzco de la piel del cuello del muerto.

El Tamal no es corredor. Tampoco atleta. No es nada excepto un gordo panzón rondándole a los cincuenta. Cualquier cardiólogo le hubiera aconsejado abstenerse de correr ese lunes por la mañana. Pero se despierta a media noche con una taquicardia rampante, sintiendo una obligación paternal –en plena comida, su hija le soba la panza: eres mi Budita, papito precioso–de bajar la cochinita con la que se atascó ayer en casa del compadre. No vale la pena ni negarlo comadre, le dice, la cochinita que prepara usted se presta para comelitón, chingá. La cosa fue que ni un cardiólogo, ni su esposa, lo vieron salir esa mañana a ejercitarse. Ni uno ni otro aprobaría su repentina decisión. Sus shorts naranja apenas suben, se requiere el uso de la extensión completa del resorte para circunvalar la panza. La camiseta azul de sus Pumas adorados solo sirve para envolver su barriga de esfera navideña. Con poco más de solo-dios-sabe cuántos años de no ejercitarse, su cuerpo se resiente al pasar el letrero –la lápida, piensa– de los cien metros, de los dos mil trescientos metros del circuito de los Viveros de Coyoacán.

Mejor bájale, pinche Usain, se dice a sí mismo. Se cisca cuando siente el dolor. Tranquilo mi Usain, se repite en voz baja, es solo un dolor de caballo. Siente como que su corazón le quema. Se detiene. No mames, güey, ni que fueras el siguiente Bolt, tú tranquilo. Reanuda la marcha caminando a paso mareado sobre la arcilla roja. Al llegar al lugar donde el río corre paralelo a la pista, dobla su cuerpo. Se recarga sobre sus piernas. Ambas pulsan con un agudo dolor muscular. El ardor en su pecho se extiende a las rodillas, a los muslos, a los codos. El cuerpo le quema. Menudo espectáculo vas a dar aquí, pinche Tamal, se maldice. Los demás corredores ni siquiera voltean a verlo. Así, agachado, jalando aire, es cuando percibe el tufo del río.

Las náuseas que siente las atribuye, en un principio, al olor. En realidad, es su cuerpo quien le reclama. Años de solo ejercitar el dedo, cambiándole del partido de sus Pumas a la nfl al American Idol al csi; y de: Vieja, oye, ya que estás allá, tráeme otra Tecate, seas malita. Lo que necesitas, Tamal, es un descanso. Quizá, también expulsar la cochinita que se mece en sus interiores. Nomás no te me vengas a vomitar entre tanta vieja tan buenota, y entre tanto puto tan mamado. La segunda parte de su pensamiento es amargo.

Levanta la cabeza un segundo, observa a unas corredoras vistiendo lycras entalladas. Pasan corriendo junto a unos hombres descamisados. Morones, como si estuvieran en Caleta, no en el pinche frío de la cdmx, musita, mientras siente el ácido gástrico trepándole por la garganta. Baja a la orilla del riachuelo, trata de permanecer oculto de los corredores. Se mueve lento, pisa con cuidado la hiedra rastrera. No te me vayas a tropezar también, Tamal, y además regreses con un brazo roto. Busca un huequito dónde esconderse detrás de los troncos de los fresnos. Aquí por lo menos puedo guacarear en santa paz, decide.

Las cámaras de seguridad de la caseta detectan al Tamal casi de inmediato. El oficial está sentado frente a la pantalla del circuito cerrado. Colgado en la caseta, hay un letrero: Seguridad y Vigilancia-Viveros de Coyoacán. Observa cómo el panzón con la camiseta entallada de los Pumas aparece en uno de los dieciséis recuadros de su pantalla blanco y negro.

–Te toca, mano– le dice al chavo nuevo–. Checa– con su índice, el oficial señala la ubicación de El Tamal.

El chavo nuevo abandona su torta de chorizo a medio morder sobre el papel estraza encima de su escritorio. Cuál Guardian de la Bahía, sale de la caseta, monta la pequeña motoneta Honda. Se dirige al kilómetro dos de la pista de arcilla.

–Es probable que sea uno nuevo– grita el oficial desde dentro de la Caseta. Se queda vigilando, cual buitre, las imágenes en la pantalla y la torta de chorizo abandonada a medio comer.

Cuando empezó a trabajar ahí, unos días antes, se lo advirtió el oficial:  Empiezas la chamba justo en plenas semanas de calor, chavo, en plena temporada de Los Maxturbadores. Así lo recibió. Los cerdos se dejan venir con el calor. ¿Entiendes, güey? ¿Se dejan venir? El chavo no le corresponde con risa. Los consuetudinarios ya conocen la ubicación de las cámaras, por eso el oficial supone que el gordito de la cámara catorce, con sus shorts entallados y su camiseta de los Pumas, es un maxturbador novato en los Viveros.

A los corredores les enerva escuchar el claxon de la motoneta detrás de ellos. Un par la hace de tos antes de quitarse. Cuando llega al lugar de los hechos, el chavo ya no ve al Tamal vomitando. Apenas cumplió diez días en la chamba, ya la ha hecho de poli-interruptus a tres parejas en distintas etapas de desnudez: una en el Callejón de los Cedros, a los otros dos en donde los ahuehuetes. Ya también le tocó desbandar a un grupo de chamacos descamisados inhalando bolsas de plástico con pegamento que le gritaban piropos sin el menor sentido a las corredoras que pasaban cerca de ellos.

No se percata de la vomitada en el piso. Solo del sudor frío que empapa la frente del panzón en shorts naranjas en cuclillas detrás de unos arbustos. Percibe el tufo revuelto de cochinita con cerveza, ácido gástrico, todo fermentado, mezclado con a la peste del riachuelo. El chavo hace un esfuerzo para no vomitar allí mismo.

–¿Está bien, joven?

El Tamal levanta las manos. Hace la señal en forma de T del futbol americano.

–Tiempito, mi comandante.

El chavo se acuerda de la torta de chorizo a medio comer que lo espera sobre su escritorio.

–Aquí me quedo, usted tranquilo señor–, le dice al de los Pumas. Camina fijándose bien para no pisar nada que vaya a afectar su apetito. No levanta mucho los pies para no arrepentirse luego. Y justo que acabo de bolear mis botas, piensa.

Para no devolver lo que lleva de la torta de chorizo, el chavo levanta la vista al detectar el vómito de diferentes colores, texturas variadas. Desprende la vista del gordo. La levanta, la fija en la botella de cloro azul-aqua atascada en el riachuelo. No mames, ya de por sí huele del nabo, y ahora este cuate aquí vomitando la resaca del fin, piensa. Descansa su mirada en la botella sin fijarse en nada más. Solo nota el zapato que flota detrás de la botella. Nada fuera de lo común; a pesar de la barda, el riachuelo es usado como basurero por los transeúntes de Avenida Universidad.

Bien se lo comentó el oficial, el primer día de la chamba, cuando recorrieron juntos la pista. Carajo, le dijo el oficial, si te platicara de la mierda que hemos encontrado en el pinche río, carteras, bolsas, cascos, muñecas, llantas. El recuento se lo platica como quien recuerda sus mejores pedas. Se detiene en llantas. El oficial se distrae cuando pasan un par de güeras vistiendo unos tops entallados. Admira el contorno final de sus espaldas sudadas. Uta, ya verás, chavo, aquí ves unas viejas que se caen de buenas, güey. Ya verás.

La botella de cloro parece esconderse detrás de unas ramas que flotan a medio riachuelo. El chavo regresa su mirada al gordo en cuclillas. Está en proceso de limpiarse unos últimos gajos de saliva que cuelgan de su boca. –Tenga–. Le pasa una servilleta de papel, de las que el tortero incluyó con la torta de chorizo, de las que guardó sin pensarlo en su bolsa de pantalón.

–A ver si esto le sirve, señor.

El Tamal se arquea de nueva cuenta, lo que provoca que el chavo levante la vista rogando encontrar la botella de plástico azul-aqua.

La semana entera hace el mismo recuento a todo quien lo escucha: Fue cuando vi el cuerpo a medio flotar. Uno de los pies tenía puesto el zapato. El otro estaba descalzo, medio calcetín roído. La cabeza, boca abajo, flotaba en medio de un líquido espumoso, blanco. Desde donde estaba yo parado, ese líquido podía ser cualquier cosa, jabón para lavar trastes, rebaba de aceite de coche, cualquier cosa.

–Necesito ayuda, tengo un 51.

El pequeño walkie talkie alcanza para interrumpir al oficial en la caseta de vigilancia Ya se le puso violento el maxturbador a este güey, piensa el oficial, quien duda entre darle cran a la torta del compañero o lanzarse a ayudarlo. O eso, o se nos puso amoroso con el chavo, con lo ñango que está. Le da una mordida de despedida a la torta de chorizo del chavo. Por haberme interrumpido, razona.

Olvidando sus botas recién boleadas, el chavo se desliza sobre la hiedra rastrera. También olvida al panzón de los shorts naranja guacareando tras el tronco del fresno. Por primera vez desde la ceremonia de graduación del Colegio de Policía, su corazón late a ritmo acelerado. Vientos, piensa, para esto entraste a la fuerza. Orgulloso, sin importarle la mojada, se mete al fango para acercarse al cuerpo….