Emiliano Zapata, presencia viva en la imaginación popular

Cultura

Un Emiliano Zapata que grita como Freddy Mercury, que llama a la lucha desde su disfraz del Chapulín Colorado, que carga junto a Francisco Villa a una Frida Kahlo bañista, que reposa convertido en piñata en los rincones de un taller, que crece pelos como plátanos, que avanza zombificado entre las calles del Centro Histórico, entre otras metamorfosis, dan cuenta de la vigencia en la imaginación popular del guerrillero morelense que defendió la dignidad campesina durante la Revolución Mexicana.

En Guadalajara, en el andador Regina, entre los rumores de cantinas y pulquerías, en un taller de piñatas, o en la exposición permanente de caricaturas en la estación Zapata de la línea 12 del metro de la Ciudad de México, el llamado Caudillo del sur sobrevive el paso del tiempo y es reinterpretado por un arte anónimo que vuelve a identificarse con sus proclamas, y profiere el grito común de la protesta popular: “¡Zapata vive!”.

Los relatos acerca de la vida del general del Ejército Libertador del Sur lindan con el mito y su conversión popular en dios, opina el historiador Salvador Rueda Smithers en su texto Emiliano Zapata, entre la historia y el mito, y permiten en su biografía una “mezcla de fantasía popular caudillesca decimonónica y de los atributos de los hombres-dioses de raíz prehispánica”.

“Testimonios, rumores, murmullos, corridos, notas periodísticas exageradas, manifiestos combativos y órdenes escritas de acciones de guerra, datos más o menos seguros y biografías variopintas de lo que fuera un hombre, revestido de calificativos, dibujan un perfil que no deja de sorprender”, explica Rueda.

El prestigio de Zapata trascendió desde 1911 las fronteras morelenses y alcanzaron a Puebla, la Ciudad de México, Guerrero, Tlaxcala, Estado de México y Tlaxcala. Y hoy es de identificación general en todo el país, a 100 años de su fallecimiento.

“El recuerdo de la figura de Emiliano Zapata entre los miembros de la comunidad morelense que se recrea en este mismo marco es una especie de sostén cultural, una piedra fundamental sobre la que pueden construir distintos relatos con los que se explican las realidades actuales de las personas que los generan”, estima por su parte la académica Berenice Araceli Granados Vázquez en su tesis de maestría en letras titulada La configuración del héroe en el imaginario popular: Emiliano Zapata en la tradición oral morelense.

“Zapata deviene en las conversaciones en un símbolo cultural identitario del grupo social asociado a un lugar. Interesa perpetuar ese símbolo en la memoria colectiva porque es la marca de un cambio en el tiempo, que origina el estado actual de las cosas”.

El mito del revolucionario se apoya en elementos como el culto a Quetzalcóatl, la figura del elegido y del justiciero social, basada en el bandido generoso, el juez justo, el doble o nahual, o la idea de inmortalidad “que permiten su permanencia y transmisión como un personaje con una naturaleza especial”, agrega Granados.

Los investigadores Alfredo López Austin y Leonardo López Luján dan cuenta en su libro El pasado indígena (1996) de la persistente necesidad de los pueblos originarios mexicanos de identificarse con símbolos históricos que canalicen su rebeldía.

“Las armas de la resistencia indígena son pocas, pero entre las más valiosas se encuentra el legado cultural que, forjado a lo largo de 13 siglos, durante todo el Preclásico Temprano, formó la esencia de Mesoamérica.

“Como antaño, los rebeldes recurren al símbolo cohesivo y esperanzador del hombre-dios. No es el Quetzalcóatl prehispánico ni el Canek colonial. Hoy toma fuerza en todo el país la imagen de Emiliano Zapata”, asientan los estudiosos.

Quizás por una combinación de esas posibilidades culturales, de estos significados conservados desde el anonimato de la creatividad colectiva, Zapata retoma la calle en forma de esténcil o grafiti, de patrono de la protesta ciudadana o de franca caricatura en alarde de sí mismo, con alas de ángel, con gestos paródicos que echan mano de símbolos modernos, o con la mirada inyectada de ira.

Un ejercicio de reinvención, de apropiación, de resignificación que abre nuevas sonoridades a la prevalencia del revolucionario en el imaginario social. Que hacen pensar que su dignidad sigue siendo necesaria.

Se trata de la voz viva de la imaginación anónima que vuelve a poblar al espacio y al mito. Y que constata la vigencia de uno de los protagonistas políticos y culturales de un país en permanente proceso de definición.