AMLO no miente

Deporte

AMLO no (necesariamente) miente cuando dice que nunca se había atacado tanto a un presidente como ahora.Sin embargo, antes de validar ese argumento, hay que tomar en cuenta algunos puntos importantes:

Primero, la definición de un ataque para el Presidente de la República: bien sabemos que su concepción de ataque incluye prácticamente cualquier mensaje crítico o voz no alineada a su discurso.

Así, es muy fácil decirse agredido por todas partes.

Segundo, hoy existe más libertad de prensa y, por lo tanto, más posibilidades de cuestionar, señalar, o criticar las decisiones del presidente, su grupo y su partido.

Sobra decir que falta muchísimo para afirmar que vivimos en un Estado con una prensa completamente libre, pero indudablemente hay espacios y derechos ganados en comparación con sexenios anteriores.

Tercero, López Obrador utiliza la mañanera como un ejercicio de libertad de expresión para él, no como un espacio de rendición de cuentas hacia la ciudadanía.

Y es ahí, en ese espacio, en donde busca marcar su agenda y no contestar dudas. Todas las mañanas, todas, señala, critica y ataca a uno o varios adversarios diferentes.

Obviamente eso desata una serie de reacciones y respuestas. Como decían en la escuela: el que se lleva se aguanta.

Y en cuarto lugar, lo que él mismo ha llamado “las benditas redes sociales”.

Con Felipe Calderón apenas y existían y no tenían relevancia alguna en el panorama político;

con Enrique Peña Nieto ya tenían fuerza –al menos Twitter y Facebook—y, de hecho, desde un principio fueron uno de sus principales dolores de cabeza.

Pero a López Obrador le ha tocado, naturalmente, el momento de mayor auge, y eso trae consigo más debate y por lo tanto más crítica. Por más que se intente, no se puede controlar totalmente el comportamiento de las redes sociales, de la misma forma que no se puede controlar por completo la conducta de la sociedad.

Las condiciones han cambiado y no se puede medir con la misma vara el papel de las redes sociales en los últimos tres gobiernos, sobre todo tomando en cuenta que hay más de 12 años de distancia en los que pasamos prácticamente de 0 a 100.

Pero al final de cuentas, medir al presidente más atacado es un tema subjetivo.

Se pueden contar las notas positivas y negativas en algunos medios impresos y digitales; se pueden hacer análisis de impacto en las redes sociales y del estado de ánimo de la población, pero no hay en realidad un indicador preciso que nos pueda mostrar con claridad quién ha sido el político más atacado de la historia.

Honestamente no tendría sentido desgastarse en encontrarlo.

Ahora que, si hacemos un balance entre críticas y aplausos, es probable AMLO salga ganando, y por mucho.

Con los últimos dos ex presidentes, a pesar de los exagerados gastos en publicidad, redes y medios, no era tan fácil encontrar opiniones tan favorables como las que hoy recibe AMLO.

Hay un grupo grande –muy grande—de analistas, tuiteros y opinólogos que no puedo más que describir como aduladores profesionales, al pie de cañón para explicar, justificar y exculpar cualquier declaración o acción de Andrés Manuel.

Peña y Calderón también tenían a los suyos, pero no eran tantos ni tan burdos.

No me refiero a los analistas serios, por supuesto, sino a los aplaudidores. No hay necesidad de nombrarlos.

El asunto es que vivimos una época de servilismo exagerado que desincentiva que quienes reconocen ciertas cosas del gobierno de Andrés Manuel, hagan ese reconocimiento público.

Es decir, es probable que quienes critican al López Obrador también consideren que hay cosas que esté haciendo bien, pero en este ambiente se vuelve sumamente difícil e incómodo decirlo públicamente.

El presidente ha sido claro: “fuera máscaras”. Y pide tomar definiciones: es con él o contra él. En ese sentido, si reconocer un acierto del presidente te hace estar completamente de su lado –en la narrativa dicotómica lopezobradorista—a muchos les resulta más lógico y congruente no hacerlo y mejor dejar que los acomoden en la otra fila simbólica.

¿Por qué?

Porque hoy en día tenemos al presidente más poderoso de la historia reciente.

Llegó con 30 millones de votos, que no es cosa menor. Tiene la mayoría en la Cámara de diputados federal, en el Senado y en 20 congresos locales, lo que le ha permitido pasar sus reformas constitucionales con la mano en la cintura.

Además, su partido gobierna seis estados, incluyendo dos de los tres más poblados del país, y centenas de municipios.

Hace más de 20 años que no vivíamos algo así.

Lo que el presidente necesita en este momento no son más aplaudidores oficiosos. Ya tiene y de sobra.

Y por más repetitivo que suene: lo que hace falta son balances y contrapesos permanentes, ya sean ciudadanos, partidistas, periodistas, sociales, empresariales, gremiales, etcétera.

Nuestra historia nos ha enseñado que darle tanto poder una persona y a un partido no es una buena idea para los planes democráticos.

En fin.

Concediendo que su acusación fuera real y, en efecto, resultara ser el presidente más atacado, no debería tomárselo tan personal. Es de lo poco que le queda a nuestra muy frágil democracia. Es normal. Es natural. Y era de esperarse.

Lo delicado y peligroso sería que no lo fuera.